miércoles, 4 de febrero de 2015

Odio la blancura, la pureza de la nieve, su virginidad.


Me recuesto con cuidado sobre el manto blanco que cubre la vacía calle, mi calle. Llevo un tiempo dándole vueltas a las ideas que se amontonan en mi cabeza, y he decidido llevar a cabo uno de ellas; la más descabellada, pero tal vez, la más correcta. Sabía que no tardaría mucho en hacer lo que estoy haciendo, por ello, no me sorprendo o siento miedo.

Abro la boca con timidez y un halo de vaho sale de ella. Río. Cuando era pequeña sujetaba un bolígrafo entre mis enrojecidos dedos y lo llevaba a mi boca, simulando que fumaba. Me gusta nombrar a las distintas épocas de mi vida. Aquélla es inocencia. Esta es decadencia.

Comienza a pasar el tiempo. Mis dedos ahora son morados. Me gusta el morado. Me cuesta mucho respirar; duele. Intento levantar la mano para frotar mis desnudos y congelados brazos, pero no me responde. Compruebo si mis pies pueden ponerme en pie. No es así. Sonrío con satisfacción. Al principio sentí frío, sentí mucho frío, pero ahora sólo estoy entumecida. Es mejor de esta forma, me convezco. Lo es, ¿verdad?

Los párpados comienzan a pesarme en el momento en el que me arrepiento. Tal vez pudiese haber algo, quizá había una solución. Con las pocas fuerzas que me quedan, sacudo la cabeza, mientras el día comienza a despuntar, un día que yo no veré. Está bien, ve. Y voy. Murmuro una pequeña despedida en mi cabeza para todos aquellos que dejo atrás, y todo acaba.


Siempre había querido morir así, sentirme dormir eternamente. Mis problemas no eran ni mucho menos tan graves, pero no supe encontrar otra forma de arreglarlos. Nadie quiso ayudarme. Al principio, todos se interesaron por ellos, ¿y ahora qué queda? Nada. Sólo quedo yo. Y jamás desearía pasar tanto tiempo conmigo misma. Ya estaba muerta.

No pasa nada.