Me
escondo en la frialdad de diciembre. En los oscuros y ocultos rescoldos de un
sentimiento. Un susurro devastador, y un paso en falso. Me escondo en todo lo
que ahora está mal, y antes estaba bien, porque a ambos nos daba igual. Y mis
manos, enrojecidas y heladas, entrelazadas con tus rígidos dedos, la palma de
mi mano. El vaivén del mar de soledad en el que nos sumergimos, y el bamboleo
de la mesa coja sobre la que me senté. Los gritos de diversión, allá a lo
lejos, felicitando el año nuevo, y tu sonrisa, suficiente para iluminar más que
las ridículas luces de Navidad que todos los años decoran la ciudad. Un chirrido me sacó del sueño que eras, y es que, como siempre, un niño había bajado y se columpiaba con alegría. Sonreíste. Yo sabía lo que pensabas. Cuando apenas podía mover mis manos y la noche calló al suelo, te montaste como la niña que demostraste ser, y me invitaste a acompañarte. Te empujé, siendo tu mano amiga, y cuando no podías más que alcanzar las estrellas, me senté a tu lado. Me hablaste como nunca lo habías hecho, y me dijiste todo lo que yo quería oír. Te despediste, sin rozar mis labios, un beso mudo, y me fui. Y como
supe, cuando acaricié al gato que siempre cruza mi camino de regreso a casa,
que jamás volvería a verte, no de la misma forma.
Me
enfrié como un día de invierno.
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