jueves, 27 de noviembre de 2014

Corre, corre, ¡corre!


Corriendo, corriendo, cada vez más y más rápido. He visto la frontera difuminarse hace rato, y ya sólo seguimos corriendo. Mi corazón pesa sobre mi cuerpo, que ahora parece ligero, y corre tan rápido como las estaciones, pasando una y otra vez frente a los mismos paisajes, la misma gente.
He visto a los niños decir adiós, con su pequeña mano. He visto a los perros mover la cola a mi paso.
He visto al invierno saludar, con sus ramas caídas, y su nieve derretida. A los arroyos correr a mi velocidad, y a los suspiros quedarse atrás.
Y vi, hace ya, a tu mano escaparse de la mía, te vi, quedarte allá, mirándome con aprensión. 
Sabes que yo nunca iría tan rápido como para dejarte en mi camino recorrido, esperando, con tu pie golpeando rítmicamente las baldosas que ya pisé. 
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Extiendes tu mano. La miro, sin comprenderlo, ¿me dejarás caer, o simplemente la retirarás? 
O quizá, eres la mano amiga, que tanto necesito, que tan poco comprendo.
Y es que ya olvidé, los rugosos callos, pero la suavidad del tacto, tus blancos nudillos, tus bellos y largos dedos. Y ya olvidé, cómo se sentía sostenerte. Tener tan sólo tu mano en la mía, pero sentir todo tu cuerpo en ella, la calidez del mundo, y la armonía de mi cuerpo. El peso de mi corazón, discordante de la ligereza que siento. El agujero que siento, la prueba de que estuviste aquí.
Siento que olvido algo.
Que echaré a correr, y volverás a quedar atrás, pero no quieres adelantarme, y yo no quiero mirarte desde la frontera, que ya no se difumina, y ya nadie me saluda. Y el verano me despide, con su calidez convertida en el frío del otoño, con las hojas cayendo sobre mi rostro, que ya no es el de alguien feliz.

Amor y odio, ambos juntos, pueden formar armonía.

Cierra los ojos, mi amor, y cae.


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